Un libro
como el que tengo en mis manos, En el país del arte. Tres meses en Italia
(Ediciones Evohé, en su colección El Periscopio), escrito por el autor
valenciano, don Vicente Blasco Ibáñez,
merecía ser presentado a los lectores con un magistral prólogo de otra
escritora valenciana, Rosa María Rodríguez Magda, actualmente directora de la
Casa Museo en Valencia. Un prólogo que no tiene desperdicio en el que nos habla
del Blasco viajero, que no turista, y
de todo lo que nos vamos a encontrar en esta joya del género narrativo de
viajes.
Decía
Aristóteles que el arte no consiste en representar las cosas sino la esencia de
las cosas. Y esta es, precisamente, la diferencia entre un turista y un
viajero. El turista lo que suele hacer es representar las cosas haciendo muchas
fotografías de los lugares que acude a visitar pero el viajero lo que hace es
darnos a conocer lo que es imposible fotografiar de un sitio, relatándonos todo
lo que ve con la mirada atenta de su corazón.
Unas
veces los viajes de Blasco Ibáñez fueron forzados por motivos políticos, pero
otras el autor valenciano lo hizo para documentarse para sus novelas o para
darnos su visión como novelista en un periplo que duraría seis meses, tiempo
durante el cual recorrería una serie de países cuyas impresiones quedarían
plasmadas en su obra La vuelta al
mundo de un novelista.
Este viaje al país transalpino lo hizo cuando
tenía tan solo diecinueve años. En este caso, los motivos eran políticos. Era
el mes de marzo del año 1886. Un grupo de notables decide convocar una
manifestación en Valencia “en nombre
del honor nacional” en repulsa “por los ataques de que ha sido objeto la
nación española por parte del senado americano”. La manifestación se
deniega pero la multitud acude a la plaza de toros valenciana, en donde se
pensaba realizar un mitin, también prohibido. Se producen graves altercados y
se declara el estado de guerra. Los firmantes de la solicitud son detenidos,
entre ellos el autor de este libro. Logra escapar tras su detención y
encarcelamiento, emprende su huída y llega en barco hasta Génova. Sus artículos
sobre el viaje italiano irán llegando al diario El Pueblo, donde
seguirán publicándose las crónicas que finalmente compondrían este libro.
Vicente
Blasco Ibáñez (Valencia, 1867-Menton, Francia, 1928), abogado, político,
escritor y viajero incansable. Se distingue por sus ideas republicanas, que
divulga en editoriales y periódicos, muchos de ellos creados por él mismo, como
El Pueblo en 1894. Por esta militancia es perseguido durante múltiples
ocasiones. Sus grandes novels regionales se recrean en TVE y se convierten en
lecturas recomendadas en escuelas e institutos. Escritor cuya obra es
reconocida internacionalmente y se postula como premio Nobel. Las más populares
son Arrroz y Tartana (1984), Cañas y Barro (1902), La barraca (1898)
y Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1916), sobre la Primera Guerra
Mundial, que se convierte en el libro más vendido en Estados Unidos en 1919.
El relato comienza cómo no, recordando la grandiosidad del
Mediterráneo, su mar. Mar que lo conduciría hasta el puerto de Génova, inicio
de su recorrido viajero por Italia. “Es el Mediterráneo el mar de los
recuerdos. Las mismas aguas que nos mecen son por las que se abrieron las naves
fenicias que llevaron la civilización y la vida al Occidente europeo.” Recuerdos que el viajero nos va rememorando
mientras navega por las aguas del Mare Nostrum. Mar por el que surcaron sus
aguas las poderosas escuadras de cartagineses, de romanos o de griegos y que
hizo grande a la corona de Aragón.
Como si
de su amigo el pintor Joaquín Sorolla se tratase, nos va describiendo, con
extraordinaria precisión y certeras pinceladas, los colores y olores de todo lo
que su vista y su memoria alcanza en su recorrido por las ciudades emblemáticas
de Italia. Precisión propia de quien
ejerce su oficio con soltura.
Desde los mármoles de Génova, ciudad de
contrastes, donde vemos fastuosos palacios y míseros callejones, a la Nápoles
del dolce far niente, de los napolitanos que les gusta llevar una vida
relajada y ociosa; la ciudad que de día es un avispero que se agita con ruidoso zumbido y de noche
se convierte en una eterna serenata. Desde las ciudades de Milán —con su plaza
del Duomo, la hermosa catedral y el teatro Scala—y Turín —la ciudad del poeta
del socialismo, Edmondo de Amicis— la verdadera cuna de la unidad nacional, a
Roma, sin más industria que la explotación del viajero, donde en parte alguna
se siente la grandeza de la Ciudad Eterna como en las ruinas del Foro: allí se
alzaban majestuosas las grandes construcciones dedicadas al culto, a la
justicia y al poder político del pueblo; en Roma también está el Coliseo, un
circo gigantesco donde cabían holgadamente ochenta y siete mil espectadores, el
circo del “pan y espectáculo”. Es la Roma donde también nos encontramos con la
capital del mundo católico, con el Vaticano, el palacio más grande de cuantos
existen en el mundo, al que se accede por entre los suizos que montan la
guardia, y en donde nos encontramos la capilla Sixtina, la biblioteca o las
logias. El Vaticano, donde dejaron su huella artistas como Rafael y Miguel
Ángel.
Blasco
Ibáñez nos lleva también a Pisa, donde está el Palacio de los Caballeros de San
Esteban, la Catedral, cuyas naves laterales recuerdan la mezquita de Córdoba,
donde admira la famosa torre inclinada;
Pompeya, la ciudad resucitada, la ciudad que Bulwer-Lytton inmortalizó
en su novela Los últimos días de Pompeya. Florencia, la cuna del
Renacimiento, la Atenas de Italia, la ciudad del gran Medici y su corte de
sabios, el palacio de los Uficci. Venecia, la reina de las lagunas, un lugar de
ensueño, la plaza de San Marcos, las góndolas que se mecen flotando en el Gran
Canal, esperando a los turistas. Asís, la ciudad de San Francisco, la ciudad en
la que damos un inmenso salto a la Edad Media, en donde abundan más los
palacios antiguos que las casas modernas y en donde entre su población abundan
más los curas y frailes que los laicos.
Son 271
páginas que merecen la pena leerlas escritas por una de las mejores plumas que
dio nuestro país, reconocido internacionalmente. Un joven escritor republicano,
reconocido admirador de Garibaldi pero también de Umberto de Saboya, que tuvo
que huir a Italia y decidió recorrerla durante tres meses pero sin dejar de
pensar en lo que ocurría en su tierra, en Valencia, hasta que le dicen que
puede regresar.
Magnífica reseña, Francisco, como ya nos tienes acostumbrados. Valdrá la pena leer este libro que, además del recorrido por un país tan rico en expresiones artísticas, lo es, también, de las tendencias políticco-sociales de la época.
ResponderEliminarYa lo creo que sí, Julia, y te lo digo con conocimiento de causa, tanto por el libro como por el país.
ResponderEliminarWow. ¡Qué pedazo de reseña! He venido hasta aquí por el comentario que has dejado en el blog, y porque esta entrada se me había pasado. Con respecto a los libros de la Editorial Evohé sólo he leído "Mis andanzas por Europa" y también fue todo un descubrimiento. Me animas muchísimo con esta lectura. Me la reservo para el mes de agosto. ¡Muchas gracias! Saludos.
ResponderEliminarBlasco Ibáñez es un maestro en los libros de viajes. Creo que este te gustará. Nos habla del presente y del pasado. Da la sensación que uno va realizando ese viaje en su compañía. Saludos.
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